19 DE MARZO SAN JOSÉ, DÍA DEL PADRE



La historia de José el esposo de la Santísima Virgen María empieza a dibujarse con José de Egipto, el que llegó a ser casi tan importante como el faraón y de quien todo el mundo decía: “Id a José, que él os dará lo que necesitéis”. 


El paralelismo entre los dos Josés, entre otras cosas, se completa con la gran virtud en ambos de la castidad. El primero rechazó las vergonzosas incitaciones de la mujer de Putifar, diciéndole: Mi Amo y Señor (el jefe de la guardia de la corte del faraón) ha puesto en mis manos todo lo que posee. Sólo me ha prohibido que te toque, porque eres su mujer. ¿Cómo iba a cometer tan grande villanía, pecando contra Dios? Enloquecida de despecho, la ignominiosa mujer acusó falsamente a José, que fue encarcelado, prefiriendo la prisión al pecado. 


Más perfecta todavía fue la castidad del segundo José que no sólo se abstuvo de todo acto culpable, sino que sabiendo que Dios había puesto bajo su amparo y protección a la más pura de las criaturas, la esposa del Espíritu Santo, la consideró siempre como un don de Dios, la trató con soberano respeto y sintió por ella un amor purísimo y una religiosa veneración. 

  

Ciertamente, Dios habría podido intervenir para revelar milagrosamente el misterio de la concepción virginal de su Hijo. Se habría podido oír una voz proveniente del cielo –como sucedió en el Tabor– declarando que ése era su Hijo bien amado, nacido de una Virgen, pero esta forma de obrar no es propia de Dios. A su infinita sabiduría le place, incluso para realizar los más asombrosos milagros, usar los medios más sencillos, menos aparatosos. Para poner la reputación de su Hijo y de la Madre al abrigo de las ultrajantes sospechas de los hombres, le bastó cubrir el misterio de su concepción con el velo de un santo y legítimo matrimonio. 

  

 

El mismo San Agustín escribe: “No temamos trazar la genealogía de Jesús por la línea que desemboca en José, pues si es esposo-virgen también es padre virginal. No temamos colocar al marido por delante de la esposa, según el orden de la naturaleza y la ley de Dios. Si separáramos a José para mencionar sólo a María, nos diría con razón: “¿Por qué me apartáis de mi esposa...?”. “¿Por qué no queréis que la genealogía de Jesús desemboque en mí...?”. “Porque tú no has engendrado por obra de la carne”, le diríamos. Y él respondería: “¿Acaso María ha engendrado por obra de la carne? Lo que es obra del Espíritu Santo se ha obrado para los dos”. 

  

La tradición unánime de los Santos Padres dice que pasó su infancia en el Templo de Jerusalén, a donde ella mismo quiso que la condujeran para ofrecerla al Señor: en virtud de los privilegios con que había sido colmada, había comprendido, tan pronto como tuvo uso de razón, que la única sabiduría de una criatura consiste en entregarse irrevocablemente a su divino Maestro y ponerse en cuerpo y alma a su servicio. 

 

Sin renunciar por eso al amor, antes al contrario, escogiendo el amor eterno y principal, había hecho voto de virginidad. Pertenecía, por supuesto, a la descendencia de David, de la cual había de nacer el Mesías, y deseaba, con más fuerza que cualquier otra mujer en Israel, ver realizadas las promesas de Dios y colaborar en ellas, pero como no se consideraba digna del favor divino, había ofrecido al Señor su virginidad en holocausto, con objeto de que llegara cuanto antes la hora anunciada de su intervención. 

 

En aquella época, la virginidad, aunque estimada en el pueblo hebreo, era cosa excepcional y generalmente proscrita por la Ley [2]. La espera del Mesías aguijoneaba tanto los espíritus que la renuncia al matrimonio equivalía a negarse a contribuir a la llegada de quien debía restablecer el reino de Israel. Por eso, en su momento, los parientes de María se empeñaron en encontrar un marido para ella. Cuando se lo propusieron, nada objetó, ya que a nadie había revelado el voto que había hecho, convencida de que no la habrían comprendido y menos aprobado. Confiaba exclusivamente en Dios para salir de aquella situación delicada y, en apariencia, contradictoria. Lo único que pedía al Cielo era que pusiese en su camino a un hombre capaz de comprender, estimar y respetar su promesa de virginidad, a fin de contraer con ella una unión cuyo fundamento fuese tan sólo un amor espiritual. 


 

Los Apócrifos imaginaron una serie de leyendas sobre las circunstancias en que se celebraron los esponsales de María, leyendas tenaces que han encontrado un crédito tal a lo largo de los siglos que no hay más remedio que mencionarlas brevemente. 

Según esas leyendas, el Sumo Sacerdote habría convocado a todos los jóvenes de la Casa de David que aspiraban a casarse con María, invitándolos a depositar sobre el altar su cayado o bastón, pues el dueño de aquél que floreciera sería el elegido del Señor. Naturalmente, fue el bastón o la vara de José el que floreció... 



Sin embargo, los padres de María probablemente habían muerto y se hallaba bajo la tutela del sacerdote Zacarías, quien, un día, le diría -pues en aquella época se casaba a las jóvenes sin consultarlas demasiado- que sus gestiones habían tenido éxito; que había encontrado un joven bueno para ella. Se llamaba José, era una excelente persona y, como ella, también descendía de David… No era, desde luego, más que un simple obrero -trabajaba con sus manos para ganarse la vida-, pero no ejercía ninguna profesión indigna, incompatible con la práctica de la religión. Por otra parte, tenía fama de ser recto, piadoso y justo… 

  

Cuando María supo que José era la persona elegida, sus temores se disiparon. Seguramente le conocía, pues era de su misma tribu y tal vez pariente lejano. Apreciaría su fe, la elevación de su alma y amaría a este hombre sencillo, de manos callosas, de mirada limpia y de gestos reposados y graves. Sabría que vivía apartado del mal, a la espera ardiente de la venida del Mesías… 

  

José, por su parte, no habría permanecido insensible al misterioso encanto que emanaba de la persona de María. Habría detenido la mirada en su rostro lleno de pureza y se habría sentido profundamente conmovido, como ante la revelación de algo indeciblemente grande. Pensaría que así debían ser los ángeles cuando se mostraban en sus apariciones... 


 

Un israelita solía casarse alrededor de los dieciocho años y nada nos obliga a pensar que José fuese mucho mayor. Algunos documentos de la iconografía antigua le muestran joven e imberbe, y cuando la imaginería moderna nos lo representa casi con los rasgos de un anciano, queremos creer que es para subrayar, más que su edad, la perfección de sus virtudes, especialmente su prudencia y su madurez. 

  

José tendría que revestirse de una larga túnica sobre la cual pendía un pesado manto. En cuanto al traje de novia de María, la Iglesia de Chartres asegura poseerlo. Le fue donado por Carlos el Calvo en el año 877. Provenía del tesoro imperial de Bizancio y es una larga túnica de color beige, sembrada de flores azules, blancas y violeta, bordadas con aguja y entreverada de oro... 

  

Sin embargo, hay que reconocer que su culto era casi inexistente en la primitiva Iglesia. Al menos, no han quedado huellas de esa devoción. Un velo cubre su nombre y su recuerdo durante los primeros siglos cristianos. Se diría que quien durante toda su vida se complació en el silencio deseaba continuar siendo desconocido, una vez en el seno de la bienaventuranza celestial. 

  

Esta aparente desatención de los primeros cristianos tiene una explicación muy sencilla. Mientras la Iglesia estuvo en período de formación y de combate, importaba, más que promover el culto debido al esposo de María, procurar que la virginidad de la Madre de Cristo fuese reconocida y honrada para que la divinidad de Nuestro Señor quedase firmemente establecida. Favoreciendo la devoción a San José, la Iglesia corría el riesgo de que alguien se equivocase y pensara que esos honores se le tributaban como padre de Jesús según la carne. 


 

Este texto está sacado del libro de Michel Gasnier “Los silencios de San José” y espero te haya servido para conocer mejor a este Santo que a pesar de pasar desapercibido, fue el más importante de la historia. 


 

El 19 de marzo es preciso recordar que, hasta hace pocos años, se celebraba el día del padre y era fiesta laboral.